lunes, 29 de noviembre de 2010

Aprendimos a mirar

Pese a que mi abuela y muchos padres juren que sus hijos y yo nacimos sonriendo, lo cierto es que al recién nacido le cuesta un mes entero aprender a sonreir. Un mes para sonreir, tres para soportar el peso de su cabeza, seis para sentarse, diez para ponerse de pie y un año entero para aprender a hablar.

La única cosa que el recién nacido no tiene que aprender es a fijar la mirada. Y, como nacímos con la capacidad innata de fijar nuestra mirada en el mundo y en los demás, no nos quedó otro remedio que aprender a desviarla (por nuestro propio bien).

Al principio no fue fácil, queríamos conocerlo todo y conocerlo de verdad. No nos valía con la imagen que aparecía ante nuestros ojos, necesitábamos saber qué había detrás. ¿Por qué la abuela tiene tantas arrugas? ¿Por qué el señor que duerme en la calle está tan sucio? ¿por qué? ¿por qué?

Pero saber demasiado empezó a ser una carga para nuestra conciencia, conocer demasiado solo nos creaba más preguntas, y dudas, y miedos.
La primera vez que miramos para otro lado fue por vergüenza, para no tener que recordar la imagen creada como consecuencia de nuestros actos.

Desviar la mirada empezó a ser algo realmente útil. Evitar momentos tensos en una conversación, no tener que saludar a quien no quieres solo porque te le cruzas por la calle, conseguir que no te paren los de Cruz Roja en la calle preciados... y así todo lo incómodo, triste y feo empezó a desaparecer de nuestro día a día.
Con el tiempo supimos que mantener la mirada fija en la persona con la que estabas hablando era mínimo una falta de respeto o un indicio de psicopatía.

Así nos fue. Casi nos quedamos ciegos.
En medio de tanta irrealidad nos dimos cuenta de que nos lo estábamos perdiendo todo, y, por pura necesidad, “con la duda entre los dedos y a tientas”, aprendimos a mirar.
La




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